Ella desciende de la alta montaña con un gran peso en su espalda.
Todos los días, baja hacia la ciudad con un costal sobre su espalda cargado de tierra, la mejor y más fértil tierra para producir jardines. Lo apalanca fuertemente a su frente con una especie de cinta.
Por cada paso que da, el peso se multiplica, en cada mano carga una cubeta con productos para vender, desde flores hasta remedios naturales.
Su camino, calculo, es de al menos 15 kilómetros diarios. Después de 40 minutos, el cansancio comienza aparecer.
Ella es la mujer indígena que representa esta historia. Incombustible, siempre avanza alegre e insistente.
Invisible para todos, nunca se desanima en su lucha por buscar una vida mejor.
El día que le pregunté su nombre reacciono nerviosa. Se despidió sin decírmelo.
Le acompañan sus dos hijas adolescentes, quienes también cargan la misma cantidad de peso y bajan a la ciudad a recorrer las calles, de casa en casa tocan las puertas ofreciendo productos recolectados de la naturaleza que les rodea; “¿Quiere tierra para plantas?”, “le dejo el costal a 100 pesos”.
Ella es una de tantas personas en el mundo que se encuentra en los márgenes de un sistema al que no le interesa la vida humana, aunque los pueblos indígenas son parte importante y factor clave en la lucha contra el deterioro ambiental y el cambio climático.
“Su existencia permite que la conexión entre el ser humano y otras especies sea posible dentro de un contexto socioambiental, donde dicho vínculo pareciera diluirse en el materialismo y en la carrera incansable hacia la felicidad”.
Su tierra contiene la diversidad necesaria para producir tantas plantas como sea posible. Y vende tierra, porque es lo más abundante que ella tiene.
Anochece y a veces, cuando la suerte es ingrata y nada logró vender, de manera amable su frase cambia por: “ayúdeme, guárdeme el costal en su casa, ya voy de regreso a la mía, ya me cansé”.