El más reciente documental de la cadena alemana DW, “No siento nada: cómo internet deforma nuestras emociones”, aborda un tema inquietante y cada vez más visible: la salud mental global en tiempos de la IA e hiperconexión.
El inicio es tan familiar que duele: gente haciendo scroll infinito bajo la luz azul de sus teléfonos, aislados en dormitorios en penumbra, atrapados por pantallas que nunca descansan.
En escena aparece un terapeuta que hace memoria de su consulta a lo largo de dos décadas. Relata que, hace veinte años, sus pacientes llegaban buscando gestionar emociones demasiado intensas: depresión, soledad, ansiedad. Hoy, sin embargo, muchos de sus pacientes tienen el problema contrario: una afectividad emocional casi plana. Gente que ya no siente demasiado, ni para bien ni para mal.
Es curioso cómo, sin notarlo, hemos convertido nuestros dispositivos embebidos —móviles, relojes, asistentes— en refugios permanentes. Y, similar a los concursantes del festival del queso rodante, nos lanzamos cuesta abajo persiguiendo esa gratificación inmediata que ofrece: el siguiente video, la siguiente historia, el siguiente like. Todo por ver qué generación acumula más horas frente a la pantalla.
Hace dos décadas, los científicos sociales anticiparon que la era digital transformaría nuestras relaciones personales. Pero pocos imaginaron los efectos secundarios: la fatiga mental, el agotamiento emocional, la ansiedad social o la creciente incapacidad para concentrarnos.
Hoy sabemos que esa transformación llegó, pero seguimos sin políticas o campañas serias que nos protejan de sus daños colaterales.
Se habló mucho del riesgo de la posverdad, ese concepto que describe cómo la percepción emocional puede ser más influyente que los hechos. Sin embargo, quedó en segundo plano la pregunta esencial: ¿cómo íbamos a soportar —sin guía ni contención— el alud de datos, imágenes y opiniones que circulan cada segundo? Sin darnos cuenta, pasamos de usar la tecnología a que ella nos use.
Desde luego, hay aspectos brillantes: la inmediatez de las respuestas, la eficiencia en tareas cotidianas, la oportunidad de aprender algo nuevo en segundos. Pero más allá de esas ventajas, debilitamos las fronteras que nos protegían de la saturación. Lo hicimos por prisa, por curiosidad, por necesidad de sentirnos parte. Así nació el famoso Internet 2.0, que se soñó como el portal a un nuevo renacimiento cultural.
Lo que nadie previó fue que intentáramos fusionar, sin filtro, un internet del conocimiento con un internet del entretenimiento. En teoría, la democratización de la información nos daría acceso a ideas, historia, ciencia, arte; en la práctica, terminamos rodeados de vídeos virales, retos absurdos y contenidos que priorizan la emoción sobre la reflexión.
Las grandes tecnológicas y los medios de comunicación abandonaron viejas fórmulas para abrazar una estrategia más rentable: mantenernos siempre conectados, siempre consumiendo, siempre buscando algo nuevo aunque no sepamos qué. Y como el bombardeo es constante, es natural que las personas busquen simplificarlo todo: titulares, frases hechas, vídeos de 15 segundos.
Hace poco escuché una frase inquietante: “la mayoría asume como verdad todo lo que ve en redes sociales, sobre todo los más jóvenes.” Y aunque suene alarmista, basta mirar a nuestro alrededor para entender que algo de razón tiene. La prisa por informarse se ha vuelto más importante que la necesidad de comprender.









