Para dejar tu huella en el mundo hay que lanzar una bengala, anunciar que estás o estuviste en esta tierra, dejar rastro de tu existencia.
Que tu paso por este mundo no haya sido en vano. Que tenga un sentido, una razón de ser. Para esto, hay quienes deciden tener descendencia familiar, perpetuar su existencia con su apellido y, hasta a veces, su nombre a manera de seguir existiendo en el otro.
Yo no sé si deseo la maternidad, pero si -como todos y como todas- deseo dejar mi huella en el mundo. Deseo pensar que alguien mencionará vagamente mi nombre, quizá como queja, como mal augurio o como lección de lo que no hay que hacer. El deseo de trascender es universal, y alineada con ese deseo, comparto esta II entrega de Fragmentos.
A: No hay nada peor que no tener ganas de luchar.
Yo era una niña de apenas unos 7 años, en clase de natación practicando “clavados”. Tímida y robusta, el traje de baño me apretaba por debajo del ombligo. Estaba a escasos 30 centímetros separada del filo de la alberca.
Todos ya lo habían intentado y se acercaba el final de la clase. Yo le di vueltas a la instructora para que no me viera, pero no me salvé, me dijo muy amablemente que lo intentara. Ella no era mala, trataba de hacer su trabajo, pero, cuando me dijo que lo intentara me llené de vergüenza, todos saltaban con alegría, como niños felices.
Yo moría de miedo, sentía que me iba a golpear terriblemente en mi tobillo o que algo se atoraría en mi cuello y no podría volver a mirar la luz del día, así era siempre que un reto físico se me atravesaba, pensaba que me pasaría lo peor de lo peor, por eso cada que podía le sacaba la vuelta.
Ese día fue imposible, la instructora estaba decidida a que lo intentara. Subí a aquel pedestal, me coloqué en posición flecha, ella contó lentamente: 1… 2… ¡3! … No pasó nada. Me miró expresando paciencia, y volvió a contar. Se me cansaron los brazos, fingí volver a acomodarme, sacudir un poco el cuerpo y regresar a la posición.
– ¿Lista? Preguntó.
Moví la cabeza asentando tímidamente. Obviamente no estaba lista, moría de miedo, aunque ya sabía nadar, moría de miedo, esa distancia me daba pavor, pensaba:
– ¿Por qué no usar las amigables escaleras? Nada me pasará si ocupo las escaleras, tienen un barandal muy confiable, te ayudan a prepararte poco a poco para sentir el agua y…
¡Tres! escuché, regresando al presente. Ella seguía ahí esperando que me lanzara. Miré alrededor, poco a poco los demás iban saliendo de la alberca, la clase había terminado, pero ella no se rendiría. ¿Y yo? ¡Yo ya estaba rendida! sabía que no iba a saltar de ahí, pero, tampoco era lo suficientemente valiente para aceptar la derrota y comunicárselo. Debí decirle:
– ¡No quiero hacerlo! Muero de miedo y no lo veo necesario, existen miles de maneras de llegar al agua, ¿por qué tengo que elegir la forma que más miedo me genera?
Pero eso solo pasaba en mi mente. Cuando ella preguntaba: ¿quieres intentarlo? Yo afirmaba tímidamente con la cabeza. Contó hasta 3 varias veces más… En un momento me tomó de la espalda y me dijo: si quieres te empujo un poco, eso te ayudará a animarte. Asenté de nuevo.
Inició el conteo: uno, dos… ¡tres! Sentí su empujón, pero mi cuerpo ya se había prevenido con mayor rigidez para que nada pudiera moverme del lugar. Me miró confundida y tenía toda la razón, yo le había dicho que Sí quería intentarlo, le había dicho que SI me empujara, pero en realidad desde el principio yo estaba rendida. No quería intentarlo, tenía miedo al fracaso, pero tampoco quería decírselo, tenía miedo a ser una fracasada.
Había pasado un buen rato, la alberca estaba vacía, casi toda la instalación estaba vacía, debíamos irnos. Me miró triste diciendo: a la siguiente clase lo intentamos. Vi en sus ojos la decepción. Lo demás fue puro silencio, no quise contárselo a nadie, yo también estaba triste, decepcionada. Extrañada de no querer hacerlo, pero más allá de no poder decir: No quiero hacerlo.
Muchos años después de palabras ahogadas en la garganta, las clases de natación surgieron efecto. Empezaron a salir cual clavados impulsados por la instructora.
Ya no importaba si tenía miedo, si pasaran por mi cabeza pensamientos catastróficos. Aprendí a decir lo que pienso y siento, lo que sueño y creo. A luchar por las batallas que me interesan y a dejar ir las que carecen de significado. Con muchos errores y algunos aciertos, esa es mi forma de lanzar una bengala.